lunes, 24 de diciembre de 2007

Esa mirada

Era una de esas tardes opresivas y lentas. Mientras sacaba brillo con la palma de la mano a la estatuilla de cristal con la figura de Ramsés segundo que adornaba el escritorio, pensó que ojalá la aburrida secretaria, en lugar de quedarse leyendo la novela rosa camuflada entre el libro de contabilidad, se decidiera a pedir permiso para irse; así le podría descontar las dos horas que faltaban de la jornada. Miró a la ventana, y vio que estaba próximo a tocar el timbre el cobrador del sitio nocturno donde con más frecuencia asistía. Se paró rápido, le ordenó a la secretaria que dijera que había salido y se tardaría en regresar, y se fue de la oficina hacia el taller.
Entró al salón donde las operarias de las máquinas de coser dejaron de conversar y apuraron el trabajo. Se salió de inmediato para permitir que siguieran la charla y gastaran menos materiales.
Con la intención de fumar tranquilo un cigarrillo, siguió por el pasillo hasta el cuarto del fondo donde creyó que no había nadie, y se desilusionó porque allí, ante la mesa de trabajo, estaba sentada la hija del celador; una niña de trece años, quien cuando no tenía más quehaceres colaboraba empacando prendas terminadas. Como era una jovencita tímida y retraída que nunca le había dirigido la palabra ni le había mirado de frente, supuso que se podría fumar el cigarrillo sin interrupciones. Lo sacó de la cajetilla, lo encendió, se sentó en una de las bancas y se puso a ojear los empaques desechados por imperfectos, mientras percibía el movimiento de las manos de la niña que al otro lado de la mesa seguía manipulando prendas. No supo cuántos segundos pasaron desde que ella dejó de mover las manos hasta que se dio cuenta y la miró. Por primera vez en los siete meses que llevaba viviendo con el padre en la fábrica le vio la mirada directa. La luz rojiza del atardecer que entraba por la ventana brillaba como quemando el ondulado pelo casi negro, teñía de suave tono cálido la blancura de la piel, y atravesaba de lado los ojos haciendo que el profundo verde del iris se manchara con mágicos visos dorados. Luego de tres segundos se extrañó al ver que ella no sólo sostenía la mirada fija en sus ojos, sino que los rosados labios entreabiertos, brillantes de humedad, y la respiración con inconfundible ritmo y profundidad anhelantes, completaban una expresión de lánguida sensualidad absolutamente clara. Tras otros tres segundos, incapaz de dominar la intensidad de esa mirada, como disculpa bajó la suya hacia los empaques, y vio la mano izquierda de ella inmóvil sobre las prendas; la derecha estaba oculta bajo la mesa. Ella seguía estática mirándolo, pero un casi imperceptible movimiento de los músculos del brazo derecho que se tensaban y se distendían, se volvían a tensar y a distender con melosa cadencia, insinuaban un morboso movimiento de los dedos invisibles para él pero evidentemente situados más abajo del vientre. Por un instante volvió a ver la mirada y la encontró igual de fija y penetrante. Nunca había tenido escrúpulos con las mujeres, pero se dio cuenta de que le quedaba un poquito de decencia cuando, al considerar la inmadura preadolescencia de la niña dieciocho años menor que él, pasando saliva salió de allí sin más reacción que una cortés sonrisa y una señal de hasta luego.
Hoy tiene casi ochenta años y, su mayor gratificación, por encima de los recuerdos de cientos de encuentros carnales reales de muchas clases, está en construir, reconstruir, y perfeccionar en su solitaria intimidad los momentos sublimes que habría vivido si se hubiera dejado llevar de esa mirada.

Gustavo Corredor Ortiz